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domingo, diciembre 21, 2008

Mis años sin bebidas alcohólicas

Siguiendo con las historias etílicas, hoy como la mayoria de los domingos siempre posteo algo de Mario Emilio Pérez y su columna semanal Cogiéndolo Suave del periódico El Nacional.

En la edición de hoy Mario Emilio nos relata sobre el porqué tuvo que dejar su vicio por las bebidas alcohólicas y comenzar una vida llena de vinos sin alcohol y jugos frutales muy buenos para el organismo... check it out:

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Mis años sin bebidas alcohólicas
Por: Mario Emilio Pérez

No me canso de repetir que me gustaba tanto el ron criollo, que cuando me echaba un trago en la boca, antes de ingerirlo le aplicaba varias mordidas, para fines de mayor degustación.

Sin embargo, desde el día 5 de junio de 1971 no se desliza por mi otrora romófilo galillo una gota de la llamada por algunos “pólvora líquida”.

Una de las razones que influyó en mi decisión fue lo que me ocurrió una tarde sabatina de los años finales de la década del sesenta.

Había conquistado a una agraciada empleada de una tienda de tejidos, y acordamos que pasaría a buscarla a la salida de su jornada laboral a las siete de la noche.

Como era nuestra primera cita amorosa, y la joven era divorciada, desde las cuatro de la tarde comencé a contar los minutos que conducían hacia la hora señalada.

A las cinco de la tarde era tal mi nerviosismo que decidí aplacarlo acudiendo a un restaurante de la calle El conde a libar mi bebida predilecta, y del cual eran parroquianos muchos de mis tercios.

Al llegar, reparé en lo animado del ambiente, y me alegró que en la vellonera se escuchara un bolero en la voz de Roberto Ledesma, uno de mis cantantes favoritos.

Dos de mis tercios habituales me invitaron a compartir su mesa, en la cual se entabló una amena conversación.

A medida que iba descendiendo el contenido de las botellas, y las canciones de los diversos intérpretes llenaban de romanticismo y nostalgia a los presentes, yo deseaba que las manecillas del reloj caminaran con mayor lentitud.

Este deseo contrastaba con mi anterior impaciencia por las horas que me separaban del programado encuentro, que en mi imaginación vislumbraba pletórico de ardorosas efusiones románticas.

A las siete de la noche aquella jornada romil estaba tan buena, que tomé la decisión de permanecer en el lugar, postergando la cita con el hembrón para el día siguiente.

La llamé por la vía telefónica desde la casa cercana de un amigo, y le participé que había muerto repentinamente de un infarto del miocardio una hermana de mi padre residente en Yaguate.

Le informé que saldría hacia allá en breves minutos con mi progenitor, y ella me dio el pésame con voz calculadamente entristecida.

Al día siguiente, resacado y con la cartera desprovista de algunos billetes que en ella se albergaban, cruzó por primera vez por mi mente la idea de que tenía problemas con la bebida.

Porque en mis años de soltería bohemia afirmaba que, en ese orden, mis principales aficiones eran la lectura, las mujeres, la música y los tragos.

Y en aquella ocasión la que ocupaba el cuarto lugar se había impuesto a la colocada en el segundo.

Afortunadamente. Y lo digo por mi sobriedad de treinta y siete años, que me lleva a no usar el alcohol “ni untado”.


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