Una vieja amiga dice que lo que le gusta de mis escritos y de mis intervenciones en los medios de comunicación electrónicos es que abordo los más escabrosos temas con ausencia de las llamadas malas palabras.
Por eso reflexioné durante mucho tiempo antes de embarcarme en la aventura de escribir una novela sobre los romances de un cuarentón matrimoniófobo, que cambiaba de mujer como de ropa interior. El principal problema era que un personaje con esa vida de promiscuidad sexual no podía actuar ni hablar como un miembro de una congregación religiosa.
Conociendo los remilgos puritanos que de cuando en cuando afectan a mi jefa conyugal, Yvelisse, no le mostré la novela hasta que la concluí, cuatro meses después de iniciarla. Desde que sus pupilas se posaron en los primeros capítulos, la casa se llenó con las exclamaciones de asombro y desagrado de la apasionada y combativa pedagoga y dirigente política.
Tras calificar la novela de excesivamente cargada de erotismo, afirmó que debería ser clasificada como no apta para menores de cuarenta años. Pero como recordé que grandes escritores habían usado un lenguaje crudo describiendo escenas de sexo en sus obras, envié la novela a mi editor Nelson Soto.
Sin embargo, días después lo llamé para decirle que iba a revisar algunos capítulos para suavizar algunas escenas donde, según mi culta esposa, se me había ido la mano y uno de los pies. Cuando el archilaborioso y eficiente impresor me cantó la suma aproximada que tendría que invertir para hacer las correcciones, desistí del proceso de “purificación” de la obra, la cual fue puesta a circular como había salido de la mente de su arrepentido y asustado creador.
Fui gratamente sorprendido por la acogida que tuvo la novela, hasta el grado de que estando con mi cónyuge en el Teatro Nacional durante el intermedio de un concierto sinfónico, se acercó una hermosa joven para decirme que había leído la novela “de un tirón”.
-¿Hay algún parecido entre el protagonista y el autor de la novela? -preguntó sin separar sus ojos de mi cara-¿se trata realmente de una autobiografía?
-No, señorita- respondí, sintiendo que me acercaban al rostro un fogón encendido -todo es producto de mi imaginación. La joven se despidió con una sonrisa de coquetería, y yo miré a Ivelisse, cuya cortada de ojos me llevó a pensar que al día siguiente llamaría un abogado para iniciar el divorcio. No lo hizo, pero durante una semana mi parlanchina compañera sólo se dirigió a mí para hablarme “lo necesario”.
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