La mala suerte del timido
Con más de seis pies de estatura, y bien parecido, cuando cumplió los veinte años a mi amigo no se le había conocido novia ni amante.
Pero todos sabíamos que eso se debía a su timidez, que lo ponía a temblar cuando alguna fémina se acercaba a él con fines de levante amoroso.
Parece que la ausencia en su vida del tónico espiritual conocido en el argot de los chulámbricos como “extracto de mujer” fue tornando a mi amigo en un ser huraño e irascible.
Una noche en que nos encontramos a la salida de un cine me condujo hacia la acera opuesta y con cara en que la hosquedad había cedido el paso a la tristeza, dijo levantando los brazos:
-¡Soy el hombre de peor suerte de la bolita del mundo!
Al reparar en que estaba a punto de soltar los lagrimones, le apliqué un par de palmadas en los hombros, seguidas de la obligada interrogante.
-¿Por qué dices eso?
Después de un forzado carraspeo de garganta el hombre sacó el valor necesario para hablar sobre la causa de su ostensible amargura.
-Como viejos amigos que somos, conoces más que nadie mi pariguayez con las mujeres. Pero hace unas semanas que decidí acabar con esa situación y le marché con todos los hierros a una de las finalistas del reciente concurso nacional de belleza, la cual me correspondió casi de inmediato.
Un esbozo de sonrisa de satisfacción disminuyó la carga de melancolía en su rostro.
-Como la caraja es moderna, queda sobreentendido que no está herméticamente sellada, por lo que no perdimos tiempo y nos metimos en un motel una noche, y del que salimos en horas de madrugada, después de pichar un par de jueguitos.
Mi sorpresa iba en aumento porque consideraba que mi amigo no tenía justificación para estar triste por haber sostenido una batalla erótica con un hembrón.
-Estábamos parados ante un semáforo, a pesar de la hora, porque no cruzo jamás uno de esos artefactos cuando está en rojo, cuando se para a mi lado en su vehículo un primo mío, el cual me saluda con gesto de asombro y admiración en su cara.
Sonrió nuevamente, ahora desplegando los labios al máximo, antes de proseguir el relato.
-Le pedí a Dios que el pariente, que conoce a todo el vivo en el país, se hubiera dado cuenta de quién era mi acompañante, y se lo informara a todo aquel con quien conversara, pero al día siguiente me llamó preguntando sobre la identidad de mi amante
-¿Y eso te mortifica? -pregunté.
-Claro, porque si bien la indiscreción es uno de los pecados que ninguna mujer perdona en un hombre, se dice que si nadie sabe que te tiraste a una hembrota, no es cierto que lo hiciste. Debido a que las lágrimas comenzaban a humedecerle los ojos, mi amigo se alejó con paso rápido sin despedirse.
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