Chequeen la siguiente historia que nos narra Mario Emilio Pérez en su columna Cogiéndolo Suave, donde nos deja claramente que el dinero no hace falta para tener una visión relajada de la vida... check it out:
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El desbaratado jocoso
En mis largos años de vida he conocido pocas personas tan alegres como un obrero que vivió durante más de veinte años en mi barrio San Miguel.
Nunca le vi en el semblante expresión triste o adolorida, y no tomaba en serio a nada ni a nadie.
Cierto día en que nos encontramos en una pulpería del sector, le vi sacar del bolsillo un centavo para pedir un cigarrillo de fabricación criolla, para luego volverse hacia mí.
- No creas que por ese gasto que voy a hacer fue que me saqué uno de los premios mayores de la lotería.
Corrían los primeros años de la década del cincuenta, y con esa moneda de cobre podían comprarse artículos hasta de tercera necesidad.
Hasta las frases de contenido negativo las pronunciaba con cara risueña, como aquella con la cual sorprendió a varios interlocutores en la sala de su modesta vivienda, a la cual se refería como su guarida.
- Los pobres somos tan fatales, que si cayéramos de espaldas se nos podría cuartear el ombligo.
Una noche en que fui a comprar en una fritanguería, allí estaba el contentón sosteniendo entre los dedos de su mano derecha un bollito de yuca.
- ¿Cuántos años alcanzaré a vivir con este régimen alimenticio de emergencia?- preguntó, con brillo burlón en los ojos.
Un grupo de amigos, entre los cuales estaba nuestro personaje, hablaba sobre la muerte, y este salió con una de sus ocurrencias.
- Siempre he creído que yo moriré de una de estas dos formas: de hambre, o de necesidad.
En una ocasión dijo que él y su esposa se amordazaban para hacer el amor para que sus vecinos no se enteraran, ya que cuando uno de ellos estornudaba los residentes de las casas contiguas les gritaban ¡salud!
El gozador andaba generalmente con aspecto de limpieza, y cuando alguien lo elogió por ese motivo, la respuesta surgió de inmediato.
- Ningún pobre puede estar limpio todo el tiempo, ya que cuando no le han suspendido el servicio del agua, entonces no tiene dinero para comprar el jabón.
A pesar de sus frecuentes periodos de estrechez económica, el obrero aficionado al relajo murió a la edad de ochenta y nueve años.
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