Siempre que en un establecimiento me devuelven un menudaje usualmente uso una parte para ahorrarlo en mi alcancia y otra parte lo gasto en donaciones de algun mendigo o limpiavidrios que me agarra en plena calle. Mi bondad cristiana por ayudar al necesitado a veces es tan grande que una vez le enseñé la cartera a un mendigo para que viera que no tenia un chele.
Pero contrario a un mendigo, hay personas que tienen la actitud de no pedir nada a nadie por el gran ego que se han creado en su personalidad.
En la columna Cogiédolo Suave del escritor Mario Emilio Pérez, leí una vez una historia sobre un hombre, que contrario a mi actitud, este no queria saber de cualquiera que le gustara pedir. Pero al final "El Karma" le ganó la batalla y tuvo que aceptar la realidad de la vida... check it out:
Mi padre fue un hombre orgulloso a quien no le gustaba pedir, y aconsejaba a sus hijos que “no permitieran que les cogieran miedo en vida”.
Y no le faltaba razón, ya que a los picoteadores la gente les sale huyendo en calles, avenidas y plazas comerciales, porque son los más peligrosos debilitadores de carteras y bolsillos.
Pero conocí en los años finales de la década del cincuenta a un hombre que ha sido el mas decidido enemigo del pedir y de los pedigüeños.
Repetía que estos eran infartógenos, porque provocaban esta dolencia cardiovascular en muchos que sufrían sus constantes asedios.
Sustentaba la teoría de que los gobiernos deberían aplicar penas de prisión a aquellos que vivían del trabajo de los demás, incluyendo la máxima de treinta años para los reincidentes.
Laboró más de treinta años en la administración pública, y como ostentaba la condición de jefe departamental cuando fue jubilado, y era persona austera, no se vio obligado a pedir.
En una ocasión lo escuché decir que nunca le había pedido a nadie que le dijera la hora que marcaba su reloj de pulsera, porque hasta ahí llegaba su pedirofobia.
Su esposa, mujer de gran sentido del humor con la cual había procreado un hijo, decía que cuando se hicieron novios, él no pidió su mano cuando le habló a sus futuros suegros, sino que “formalizó la relación.”
Cuando su hijo me informó que el personaje estaba afectado por un cáncer terminal sentí pena, porque había terminado por admirar a aquel ortodoxo de la dignidad y el orgullo.
Como en más de una ocasión había visto al atípico caballero entrar en templos católicos, me sorprendió enterarme de que se negaba a recibir a un sacerdote para que le diera la absolución.
Y metí la pata cuando me reí al decirme su hijo que estaba seguro de que esa negativa se debía a que ni en sus horas postreras quería pedir nada.
Ni siquiera la salvación de su alma.
Por Mario Emilio Pérez
(Sociólogo y escritor dominicano)
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